sábado, 24 de julio de 2010

Variantes sexuales en la Grecia antigua

Leyendo el libro de Jack Goody titulado La Familia Europea. Ensayo histórico-antropológico, me fascinó leer acerca de los parentescos y linajes. La visión del Cristianismo acerca de la familia modificó la concepción de los lazos familiares y de la sexualidad, siendo grupos de filiación distinta e inclusiva heterosexual. Aparece una relación familiar que hasta antes del cristianismo no aparece: el padrinazgo. Luego revisando sobre el Islam pude leer que las mujeres que eran esclavas -no todas las mujeres- cantaban, bailaban y participaban en la conversación en las reuniones de hombres, siendo comparada con la geisha y hetaira. Esta información me permitió buscar en Internet para profundizar acerca de las denominadas hetairas. Espero que esta información pueda servirles para comprender la familia en Greca clásica. No sostengo que la familia en la Grecia clásica haya sido la mejor o peor, simplemente es parte de la mentalidad de la época.



El Olimpo representa el mayor espectáculo de la sexualidad libre de los griegos: desde Zeus, que no desdeña la bestialidad del toro y del cisne provocando la alegría inhumana de Europa y Leda, hasta el pobre Príapo, el más plebeyo de los subdioses, todo el panteón helénico ofrece la vida amorosa de una civilización refinada y equilibrada, que sabe conciliar el espíritu de Eros con el sexo de Príapo. De aquí, seguramente, surgen todas las acepciones clasificadas sobre el Amor, que un estudio a través de la Historia y del mundo, mostrarían como soluciones que los hombres supieron encontrar a sus aspiraciones creadoras, a sus angustias, y a sus intuiciones destructivas.

En la religión griega puede encontrarse toda una mezcolanza de dioses, semidioses, héroes y hombres que constituyen la herencia de los pueblos mediterráneos: herencias asiáticas y prehelénicas que se incrustaron en Grecia sin que adquirieron toda una perdurabilidad de forma, de concepción y hasta de idea. Al lado de la costumbre sagrada de la prostitución, procedente de Babilonia, Sumeria, Jerusalén o Menfis, se encuentra el contraste del culto a la virginidad, también nacido en Oriente. El padre adquiere el derecho a vender su hija, si no es pura. La pérdida de la virginidad es una forma latente de muerte, de aquí la leyenda de Artemisa o Diana, que debía permanecer virgen.
Acteón, yendo un día de caza, sorprendió a la diosa en el baño. Artemisa, ofendida por haber sido desflorada su desnudez, lo metamorfoseó en ciervo y sus ochenta perros lo devoraron. Esto no
impidió que la diosa de la Doncellez y la Castidad diese cincuenta hijos a Endimión y otorgase sus favores a Orión y a Pan, aun cuando este último los obtuvo a la fuerza. Tuvo un séquito de sesenta hijas de Océano, y todas las jóvenes que deseaban acompañarla debían hacer voto de castidad. Sus sacerdotisas eran vírgenes y cuando una se casaba, debía dejar su puesto.

La leyenda de Calipso, tan representada en la pintura, cuenta cómo fue seducida por Júpiter y al ser descubierto su desliz, para que no vieran su abultado vientre se negó a ir al baño con sus compañeras; Artemisa la expulsó de su séquito. También de Extremo Oriente llegaron formas míticas concretadas en el fruto de los amores de Hermes y Afrodita, más conocido a partir de Plinio, en su Historia Natural, como el Hermafrodita.

La graciosa leyenda de este personaje y la ninfa Salmacis, relatada por Ovidio, pinta el hermafroditismo como la expresión de una intensidad amorosa en virtud de la cual el amante tiende a infundirse en el cuerpo del amado y luego a identificarse con él, de lo que resulta, incluso somáticamente, una unidad. Hermafrodita es un joven adolescente; llega a un lago cuyas aguas son límpidas hasta el fondo.

Allí vive Salmacis, joven náyade voluptuosa, que se deleita mirándose en el agua, engalanándose con flores y arreglándose primorosamente el velo. Al ver al muchacho se queda admirada y exclama: “Tú, feliz si eres mortal y feliz la mujer que te ha nutrido en su seno, pero mucho más feliz tu amada, si la tienes, y la que será honrada con tu antorcha nupcial, pero si ella no existe
aún, yo te llamo; te deseo y quiero compartir contigo mi lecho” El joven Hermafrodita, que ignoraba el amor, se puso encarnado e inició la fuga; ella, entonces, se alejó para no intimidarlo más; él se desnudó y jugó con las olas, echándose al agua. La ninfa, presa de deseo, lo abraza, oprime los graciosos miembros que se debatían y que, temiéndola por su amor, no la querían; invoca a los dioses: “Criaturas del Cielo, oíd mis votos: Que no pueda este joven separarse de mí, ni yo de él”


Los dioses la escucharon, se apiadaron de su amor y conjuntaron sus cuerpos; ambos crecieron unidos bajo el aguijón del tiempo, como si fueran la rama de un mismo árbol, pero participando de su doble naturaleza. Y así nació Hermafrodita, que en el siglo II a, de J. C. el escultor Policleto representó en un joven hombre-ninfa en actitud ensoñadora. Modelo que fue copiado en serie en Alejandría y adaptado al gusto del tiempo.

El Renacimiento también le puso su golpe de gracia y lo instaló en un voluptuoso almohadón; postura en la que se exhibe al público en el Museo del Louvre, en el de las Termas de Roma y en otras salas. Pero en Grecia no todo fueron leyendas mitológicas. El sexo es algo que formaba parte importantísima en la vida de los griegos, y tal vez por ello el sobrante lo dedicaban a rellenar tantos amores y amoríos de sus dioses. Desde los tiempos homéricos hasta el siglo V a. de J. C. la política de población conoció en Grecia buenos y malos días. La familia llegó a ser el fundamento de la sociedad, pero en la esfera sexual tuvo las mayores variantes imaginables. En
la civilización cretense, la mujer disfrutaba de gran libertad; podía frecuentar banquetes, representaciones teatrales y jurídicamente se igualaba al hombre. Los más recientes hallazgos
arqueológicos señalan esta historia narrada por Homero como la civilización minoica: un pueblo alegre y feliz que disfrutaba pacíficamente de la vida; sus hombres iban generalmente afeitados y
usaban el cabello largo; y las mujeres se pintaban los labios y los ojos, además de lucir complicados peinados. Las pinturas representan a estas mujeres, hermosas y seguras de sí mismas, llevando el pecho al descubierto y luciendo con garbo y orgullo una cintura de avispa.
Homero habla de la fecundidad de estos individuos.
El matrimonio, lazo de unión de toda la vida social, se hallaba bajo la invocación de la Madre Tierra. Hombres y mujeres acudían a los lugares de adoración -la cumbre de una montaña, un bosquecillo o una gruta, como la caverna de Psychro-, donde sacrificaban animales y depositaban ofrendas. Esto también permitía que lo sexual fuese una necesidad natural satisfecha libremente. Los jóvenes se unían en los campos, sobre la hierba o el trigo recién segado.
La familia evolucionó. Desaparecida la civilización minoica a causa de un terremoto, continúa sobre ella la micénica, a quienes Homero llamó aqueos, La forma de unión más primitiva de esta cultura es la de la esposa aportando una esclava que será la concubina de su futuro marido en el caso de que ella sea estéril.
Así, la mujer depende del marido y cuando éste muere, el hijo puede disponer de ella, venderla o devolverla a su antigua casa. De este período micénico de hombres fogosos, viriles y belicosos, al
decir de Homero, que en sus comienzos se unió al floreciente minoico, quedan claras referencias de una exuberante sexualidad. Los guerreros y navegantes, convertidos en héroes de la historia griega, dan buena muestra de ello: Pero a partir del siglo V las cosas iban a cambiar mucho, Esparta, que disponía de buenas tierras, se encuentra extremadamente pobre; criar un hijo es un verdadero problema, los hermanos comparten una sola mujer y el hambre sigue amenazando a la sociedad y al Estado.

Atenas, por el contrario, no impone medidas eugenésicas, y los ciudadanos pobres reciben ayuda del erario público. A mediados de siglo la población se eleva a 200.000 habitantes. Este incesante
crecimiento acarreó sus males, aparte de la creciente rivalidad entre estos Estados: los hijos se casaban tarde y las hijas, por consiguiente, encontraban dificultad en casarse. Los varones de familias ricas buscaban compañeras en las capas bajas, y cuando les llegaba el momento de casarse se quedaban con sus amigas. La idea era muy democrática, pero el Estado tuvo que intervenir para lograr el equilibrio de clases. Pericles, el aristócrata de irreprochable reputación, casado a los cuarenta años con dama de alta alcurnia y padre de dos hijos, lanzó la ley: nada de matrimonios entre miembros de diferente clase social. Esto permitió la celebración de matrimonios consanguíneos que excitaban el desmenuzamiento de las fortunas.


Pero Pericles, el gran político de su siglo, tuvo la debilidad de enamorarse de Aspasia de Mileto. Y los poetas griegos, que nos cuentan, al contrario de la arqueología, toda la historia con motivaciones eróticas, nos hablan de Aspasia como de una hetaira conocidísima. Aspasia era muy bella y espiritual. Se dice que enseñó elocuencia a Pericles y su casa se convirtió en el centro de reunión de los filósofos griegos. Ella Procedía de Mileto y su padre era, por tanto, un simple extranjero. Este hecho impediría que Pericles se casase con ella; era la antítesis de lo que recomendaba la ley. Pero Pericles repudió a su legítima esposa y vivió muchos años con Aspasia, y los nobles ciudadanos y sus esposas los trataron y agasajaron como si no existiese tan anómala situación.

Los poetas, dados a la ocurrencia, atribuyen a Aspasia el motivo de dos guerras. Pericles atacó Samos para vengar a la ciudad de Mileto, patria de su amada hetaira; y Arsitóganes también escribe en los Acarnianos:

Unos jóvenes, excitados por el vino, van a Megara y raptan a la hetaira Simete. Los de Megara, irritados, raptan a dos de las pupilas de Aspasia y, de esta forma, tres prostitutas son la causa de la guerra del Peloponeso. Pero las verdaderas causas hay que buscarlas en la desmesurada importancia de Atenas, su afán de expansión y la envidia de sus atascados vecinos: Esparta era conservadora y no quería evolucionar, por lo que quiso dar un correctivo a la democrática y ambiciosa Atenas. Todo esto hizo palidecer un poco la estrella de Pericles; sus conciudadanos empezaron a señalar el adulterio de Pericles, y sus dignas mujeres a escandalizarse con Aspasia. Bajo el pretexto de ejercer secretamente el proxenetismo se planteó contra ella una acusación.

Pericles, con lágrimas en los ojos, suplicó a los jueces y logró que fuera sobreseída la causa; pero la sociedad burguesa se había vengado de aquellos que vivían al margen de su moral. La familia venció al sexo, y la casa y el hogar volvieron a ser puros, pero el hombre continuó disponiendo de cuantas hembras quiso y pudo fuera de casa. La posición de la mujer en la democrática Atenas no quedó recluida al hogar, como podría suponerse. Llevaba una vida retirada, pero consciente de su rango. Acudía a las representaciones de teatro en Dionisios; mandaba a sus servidores a comprar las cosas, y gozaba del respeto y la libertad, aunque no siempre del marido, quien a consecuencia de sus uniones extraconyugales no solía ser un amante ardiente.

Las mujeres casadas no podían asistir a los Juegos Olímpicos, y no porque los atletas saliesen completamente desnudos -las chicas solteras los presenciaban-, sino porque resultaban fiestas populares en la que todos se daban a la juerga desenfrenada. Además, los Juegos pasaban por Corinto, la ciudad de los placeres extraconyugales. En contraposición, no se miraba mal que las mujeres echasen un vistazo al carnaval de Dionisios, centrado en el culto fálico; y en septiembre, hombres y mujeres acudían a los misterios de Eleusis, que tras los diversos ritos desembocaban en noches de orgiásticas danzas y diversiones.


La guerra entre Esparta y Atenas lleva a los hombres al combate, las mujeres se quedan solas y muchos matrimonios naufragan en el adulterio. Eurípides, el poeta de moda, se pone a defender a las pobres y calumniadas mujeres. Los hombres, dice, tienen el mérito de arriesgar su vida por la patria, pero dar a luz es mucho más duro y cruel que ir tres veces al combate. Aristófanes, en su Lysistrata, enseña a los atenienses lo que puede ocurrir si las mujeres se rebelan y cierran las puertas de sus alcobas a los maridos con permiso, para obligarles a hacer la paz.

Hipócrates el primero que esboza un cuadro clínico de la «histeria» de la mujer. El mal, sin embargo, tenía raíces más profundas. Se vio al terminarse la guerra: las mujeres seguían apasionándose por los hombres, pero los atenienses, derrotados, ya se habían acostumbrado a dos formas de sexualidad, la prostitución y el homosexualismo.
La prostitución tomó auge y preponderancia inusitada en Grecia después de que las civilizaciones antiguas aprovecharon la esclavitud como válvula de escape para su sexología. Aquí nació el mito tan explotado actualmente de la mujer-objeto o el sexo-objeto. A caballo de esto y la cortesana sagrada, surge la hetaira, la mujer que hace de la práctica del amor un arte. Incluso escriben sus tratados como el Artyanassa, vieja servidora de Helena, el de Filenis de Samos y los de Elefantis, cuyos libros sabios se alineaban en el dormitorio de Tiberio, según cita Suetonio, «para que cada figurante siempre encontrase el modelo de posturas que debía ejecutar».

En el siglo iv a. de J. C., las hetairas hicieron tanto ruido al lado de los filósofos, políticos y poetas, que se diría que ninguna otra mujer ocupase los ocios de los griegos. Friné, la inmortalizada en el mármol por Praxíteles para la estatua de Afrodita, fue una de ellas. Al parecer nació en Tespia, Beocia, y en sus primeros años se dedicó a cuidar cabras. Como era hermosa, inteligente y sin escrúpulos, reunió una pequeña fortuna y se trasladó a Atenas, donde deslumbró a la par que escandalizó a los griegos.

Friné se hizo célebre en seguida gracias a idear un espectáculo que puede ser el antecedente más remoto de las actuales sesiones de strip-tease. Cuando se celebraban las fiestas de Neptuno se situaba en lo más alto del templo.

Allí, ante todo un pueblo ávido y excitado, permanecía un instante completamente inmóvil; luego, muy lentamente, bajaba la escalinata, despojándose, prenda a prenda, de las escasas ropas que la cubrían. Una vez completamente desnuda, corría hacia la playa, se sumergía en el mar y surgía de las aguas como nueva Afrodita recogida por las Horas.

Pasó a la historia por la defensa que de ella hizo Hipérides. Fue acusada por Eutias, un galán desdeñado por ella, de haber hecho una sacrílega parodia de los misterios de la diosa Demeter. Este delito equivalía a la muerte, pero Hipérides pidió a los jueces que se dignasen contemplar a la acusada: “Comprenderíais ¡OH, jueces! Que una belleza tan sobrehumana no puede ser impía. El tribunal aceptó y Friné apareció ante los jueces vistiendo una liviana y transparente túnica. Se dice que Hipérides rasgó la túnica que cubría a la hetaira y exclamó: «¡ Ved! ¿No os dolería lanzar a la muerte a la misma diosa Afrodita?» Y los jueces, después de contemplarla, «se sintieron temerosos ante la deidad y no se atrevieron a dar muerte a la sacerdotisa de Afrodita».

Otra famosa hetaira, capricho de Demóstenes, amante de Alcibíades y de Aristipo, discípulo de Sócrates, fue Lais de Corinto. Se dice que era huérfana, que un comerciante la recogió a los pocos meses de edad y la mandaba cada día a vender coronas de flores ante el templo de la diosa Hera. A los diez años, la vio ante el templo el escultor Apeles quien la tomó de modelo para una estatua de Afrodita. Luego la llevó a Atenas en donde Lais se hizo famosa al ser aceptada en las alcobas más importantes cuando sólo tenía dieciséis años. Sintió deseos de regresar a Corinto, y así lo hizo. Nada más llegar, como correspondía a su condición de hetaira, fue a ofrendar una corona de flores a Afrodita. Aquel día el templo estaba lleno de prostitutas rogando a la diosa que alejara la guerra que amenazaba la ciudad. Los cronistas afirman que cuando Lais entró en el templo, todas las cortesanas le abrieron paso, impresionadas por su belleza. Una vez depositada la corona de flores a los pies de Afrodita, la hetaira se despojó de la túnica que la cubría y también la ofrendó. Entonces los reunidos pudieron ver a una mujer tan fascinante que, entusiasmados, se la llevaron a hombros.
Lais se convirtió en la reina de las hetairas de Corinto. Miles de adoradores la asediaban, y ella escogió a un viudo muy rico y bastante viejo, que prometió hacerla su heredera. Las lecciones que había recibido de la famosa Aspasia la ayudaron a llevarlo a la tumba, y pronto quedó viuda, joven y con una de las más grandes fortunas de Grecia. Esto le permitió fundar un «Jardín de Elocuencia y Arte de Amor» en Corinto, del cual los griegos decían: «Atenas puede vanagloriarse del Partenón y Corinto del jardín de Lais». En él se celebraban las más fastuosas reuniones, y se paseaba Platón instruyéndola en los secretos de la filosofía. Epícrates señala que la vejez de Lais, después de su gran fama, fue trágica: «Detenía al primero que pasaba para beber con él. Una estera, una moneda de tres óbolos ya son una fortuna para ella: jóvenes, viejos, libres y esclavos, todos pueden obtener sus favores. Lais tiende la mano por un óbolo».

Las hetairas tienen fama de haber conquistado a los hombres por su espíritu más que por sus encantos físicos; pero es indudable que estas mujeres constituían una auténtica excepción; la generalidad actuaba y vivía como las prostitutas de todo el mundo. La gran masa de los hombres griegos no buscaban en ellas más que la satisfacción carnal de sus apetitos. Por eso, además de esta elite, había una prostitución para la clase media que se desarrollaba en lugares de placer, algo por el estilo a un hotel y un restaurante, en donde las bailarinas, las tocadoras de flauta y las acróbatas daban toda clase de placer a los hombres.

Otra prostitución para las clases más bajas se desarrollaba en burdeles especializados; y los de peor fama del mundo se encontraban en el barrio bajo y las calles del Pireo. Sólo Corinto, cuyo culto a Afrodita se asociaba con la explotación de un burdel, ganó en fama al inframundo prostibulario de Atenas. Estrabón, que vivió en tiempos del emperador Augusto, pretende que en el templo de Afrodita ejercían su oficio más de un millar de prostitutas.

El otro aspecto de la sexualidad griega se centró en la homosexualidad. Los hombres adultos tenían el derecho a prostituirse, y si su cliente era extranjero, se podían alquilar en calidad de mancebos por un buen salario.

La homosexualidad masculina estaba muy extendida en la antigüedad por todos los países del Mediterráneo, pero la razón de que adquiriese tal carta de naturaleza en Grecia es un enigma
fisiológico y psicológico. La vida sexual debió de ser la consecuencia de una violencia, escondida bajo el manto de la educación y suavizada por las ventajas de las comodidades materiales. Sus inicios aparecen en los fines del siglo VII a. de C. y con unas características inconstantes se desarrolla en tres períodos conocidos y bien definidos: un período presocrático y poético con Píndaro, Teoñis y Solón incluido; un período filosófico con Sócrates y Platón; y un tercer período postaristotélico, donde la gran filosofía de los siglos v y iv a, de J. C, se mezclan con la poesía decadente y la novela.

Los hijos de Pisístrato, Harmodios y Aristogiton, matadores del tirano y sus amigos, constituían una pareja de amantes. El propio Solón, hombre de valía, se manifestaba partidario del amor entre hombres. Según Plutarco cantó el amor a los muchachos de la siguiente forma: “Amarás a los muchachos hasta que un pelo escaso les cubra la barba. Hasta entonces gustarás de su dulce aliento y sus muslos”.

Solón, que fue amante de Pisístrato y que cantó los rostros imberbes, estableció leyes para proteger a la juventud contra la corrupción que amenazaba por todas partes. Algunos textos condenan la homosexualidad practicada entre hombres libres y esclavos; y otros inducen a los hombres maduros a alejarse de los lugares en que se desnudan los jóvenes atletas. Cien años más tarde, dos hombres de Estado, el virtuoso Arístides y el valiente Temístocles aparecen disputando el amor del joven y bello Stesileo.

En la homosexualidad griega hay que distinguir dos tipos: el militar y el pedagógico. En el primero se trata de la erotización de una camaradería entre jóvenes de edad parecida; en el segundo, hay una relación de maestro a discípulo, cuya repercusión sobre el pensamiento y las costumbres ha sido más importante.
Desde Alejandro hasta nuestros días, pasando por Julio César y otros famosos nombres de la Historia, la homosexualidad se ha refugiado y ha reinado en la milicia. Esto no quiere decir que grandes jefes hayan dejado de ser buenos esposos y excelentes padres, lo cual lleva a suponer que a menudo sólo es una homosexualidad de compensación, debida a una vida alejada de las mujeres, o a una ambivalencia cuya genitalidad desbordante no repara en la clase de objeto que la satisface.

Los filósofos griegos cantaron e idealizaron el tema de los amores guerreros, y bajo este aspecto han presentado hechos que son difíciles de aceptar en una lógica de actuación, como afirmar que un ejército de amantes y amados, de erastas y erómenos, resulta invencible; o que el amado, caído en el suelo por el golpe enemigo, ruegue a su adversario que le permita volverse antes de recibir la muerte, para que el amante no vea el ultraje de la herida.
Sucede que los filósofos, como los políticos, y en general esa reducida y distinguida clase que dio pie al florecimiento descarado de la pederastia, la formaban hombres. Estos hombres habían relegado a sus esposas al gineceo y no las dejaban participar en las fiestas públicas ni privadas. La esposa educa a los hijos pequeños, pero luego le son arrebatados para confiarlos a pedagogos.
Esto respecto a Atenas; en Esparta, el encuadramiento y formación militar de los muchachos aún aumenta más la separación de madre e hijo, y sólo deja aquélla como una máquina de hacer soldados.
Los matrimonios griegos eran tibios. Los maridos se aburrían en sus casas y no les importaba que sus mujeres lo supiesen. Ellas, que iban al matrimonio como cándidas e infelices palomas -muchas se casaban antes de los 15 años-, se volvían ariscas, desagradables y venenosas. La antigua literatura está llena de quejas sobre las esposas insoportables. Hesiodo la considera un
castigo impuesto al hombre por robar el fuego sagrado, y la relega a la categoría de animal de trabajo. Demóstenes, que no desdeñaba el amor a los muchachos, decía: «Tenemos cortesanas para el placer, concubinas para que nos cuiden y esposas para que nos den hijos legítimos». Aristóteles también proclamó la inferioridad de la mujer desde el punto de vista biológico. Y Sócrates, que tenía una esposa como Itantipa, escapaba de casa y pasaba las noches con sus alumnos.
Así, pues, los hombres forman sus clanes, y todas las actividades de los atenienses se llevan a cabo en círculos educativos, en gimnasios, en círculos políticos, en reuniones filosóficas y literarias, y en banquetes. Cierto que en ellos había mujeres, pero no eran sus esposas: sólo cortesanas, bailarinas, tocadoras de flauta y de crótalos. Vistas las cosas de ese modo, se comprende que en el mismo momento histórico adquirieran preponderancia las hetairas por un lado, la homosexualidad masculina por otro, y el tribadismo o las lesbianas en tercer renglón. Sócrates no escribió ningún libro. Sin embargo, uno de sus alumnos aventajados, Platón, lo inmortalizó al copiar o transcribir el nuevo estilo de sus discursos filosóficos.
Platón, un artista de insuperable talento, fue un homosexual reconocido; recomendaba la abstención camal, pero se sabe que Aster, Dionisio, Fedro y Alepsis fueron amados suyos. Sin embargo, de Sócrates, de quien se dice que fue amado de Arquelao, ninguno de sus contemporáneos le acusa de practicar la pederastia carnal. Es más, Platón, en Cármides, cuenta que para hacer sitio al joven en el banco del gimnasio, Sócrates empuja a todos y consigue que Carmides se ponga a su lado, luego le aparta el himatior y lo que descubre le excita muchísimo: «Estaba ardiendo; no sabía lo que me hacía».

Y Sócrates, tan ocupado en las cosas del alma, se siente dominado por el cuerpo de Carmides, pero, con esos cambios tan bruscos en la ironía socrática, el incidente sólo le sirve para lanzarse a
considerar el tema de la sabiduría. Lo cual acude a apoyar la imagen que de él ofrece Jenofonte en El banquete: Sócrates acepta en su lecho a Alcibíades, le gusta notar su emoción, pero no le da nada, y Alcibíades expresa su decepción diciendo: “Sabedlo todos ¡Por los dioses y por las diosas! Después de haber pasado toda la noche a su lado, me levanté como si hubiera dormido con mi padre o con mi hermano mayor.

El Banquete, de Platón, que por su importancia filosófica eclipsó el de Jenofonte, ha alcanzado la reputación de ser la apología del amor puro, del amor que renuncia a los goces sexuales; por esta razón nació la expresión de «amor platónico» que, por obra y gracia de algún misterio, se ha ido tergiversando hasta casi representar el ridículo. Platón, cuando habla del amor por boca de Paüsanias, hace una diferencia clara y precisa. Existe un amor «celeste» puesto bajo la hija de Uranos, y otro vulgar, Pandemo, hija de Zeus y Dione. El amor de Afrodita Pandemo es verdaderamente vulgar y carece de regias; es el amor con que aman los hombres vulgares.

El amor de esas gentes se dirige tanto a las mujeres colmo a los muchachos, al cuerpo de aquellos a quienes aman y no a sus almas, y por último a los más necios que puedan encontrar, porque no se fijan más que en la posesión y no se inquietan por la honestidad; así les sucede actuar sin discernimiento, tanto si está bien como si está mal; porque tal amor procede de la diosa que es Trucho más joven de las dos y que tiene su origen en la mujer y el hombre.
El otro, por el contrario, es el de la Afrodita Urania que no procede más que del sexo masculino, y este amor es el de los muchachos, quien es la más vieja y desconoce la violencia. Por eso a los que el amor celeste inspira, ponen su ternura en el sexo masculino, naturalmente más fuerte e inteligente; e incluso, entre ellos, se puede reconocer a los que impulsa este amor en los que sólo aman a los que aún son muchachos y empiezan a tener entendimiento, lo que sucede en la época de la pubertad.

Los hechos revelan que el amor por los adolescentes era el más extendido de la homosexualidad. Los hombres sostenían verdaderas relaciones con jóvenes de 13 a 17 años; con el pretexto de educar a la juventud, muchos consiguieron que los adolescentes cayesen en sus redes. La esperanza de satisfacer la libido sensual predominaba sobre el desinterés de la amistad, aun cuando tal comportamiento resultase casi lícito y nada censurable al considerarlo como una atracción desinteresada y espiritual del hombre hacia el joven, y viceversa. Cuando un hombre honrado, enamorado del alma de un joven, aspira a hacer de él un amigo sin mácula y a vivir con él, lo elogia
y ve en esa amistad la más hermosa manera de educar a un joven. Pero si alguno parecía estar enamorado solamente del cuerpo, lo declaraba infame y por ello no tenían los amantes menor retención en su trato con los muchachos que los padres con sus hijos y los hermanos con sus hermanos. Esto muestra la gran ambigüedad que existía en todo lo concerniente al amor en Grecia.
Se reconoce la legitimidad de un amor casto entre muchachos; y hubo parejas célebres y altamente admiradas. Píndaro fue uno de los que más se acercó a esta clase de amor. Sin embargo, hay que desembocar en las palabras de Marrou al pensar que el amor prudente autorizaba besos, tocamientos y cosas más precisas. No es necesario tener una concepción jansenista de la naturaleza para prever que estas frágiles barreras no debían resistir mucho al desbordamiento de la concupiscencia carnal. Por eso, junto a estas relaciones de nivel elevado, existían otras más ínfimas en las que no podían ocultarse los instintos sexuales, y en las que el deseo impulsaba a los hombres tras de los jóvenes. Por eso, a despecho de las leyes, varones prostituidos ofrecían sus servicios con la ayuda de intermediarios.
En Atenas y en otras ciudades y puertos, existían burdeles con jóvenes. El hermoso adolescente Fedon de Elis fue vendido a un burdel después de ser hecho prisionero, y Sócrates pagó la suma requerida para libertarlo. Una de las mayores singularidades de la historia de la filosofía radica en que el interlocutor del sabio, en su incomparable diálogo sobre la inmortalidad del alma, es un joven prostituido. La indulgencia de los griegos por la pederastia se extendía igualmente al capítulo femenino, cuando lo espiritual aparecía en primer plano de las relaciones.

En los principios del lirismo griego aparece la figura trágica de Safo, nacida en Eresos, en la isla de Lesbos, La «décima musa», fue para los griegos un milagro apenas comprensible. Iniciadora de un círculo de muchachas que, consagradas al servicio de las musas, se preparaban para su ulterior misión de mujeres, se convirtió en la alegoría y símbolo de la homosexualidad femenina, en el safismo, o amor lesbiano.

Muchas jóvenes, al parecer, tomaron rumbo equivocado en su modesta Academia. La propia Safo acabó enamorándose de una de sus alumnas, pero su amor no fue correspondido, como tampoco lo fue su amor por su amigo místico Faon.

Desesperada por tanto fracaso, se arrojó al mar. Mientras vivió Safo, el lesbianismo se puso de moda y ofreció a los amantes de la comedia y la burla abundantes motivos de diversión. Pero una vez muerta no se volvió a oír hablar en Lesbos ni en el resto del territorio griego de notables casos de homosexualidad femenina. A las mujeres que se entregaban a tales juegos se les daba el nombre de tríbadas (del griego tribo, frotar), pero Luciano, el poeta griego de la época romana, las calificó de lesbianas por vez primera, y luego Marcial y Juvenal se encargaron de detallar estos amores lesbianos, de mujeres que no querían saber nada de los hombres.
FUENTE:http://www.islaternura.com/APLAYA/HOMOenHISTORIA/historiasSEXUALESenGRECIAclasica.htm

MÚSICA

http://www.youtube.com/watch?v=O2AEaQJuKDY