Entrevista a Jorge Gispert-Sauch
Nació en Cataluña, España. Se hizo jesuita en 1946 y fue enviado a la India en 1949. Desde 1967 enseña en la Facultad de Teología Vidyajyoti, en Delhi. Su especialidad la conforman las tradiciones hindúes. Accedió gentilmente a sostener el siguiente diálogo con Eduardo Borrell.
Sabemos que lo tuyo es la interculturalidad. Tu nombre mismo parece intercultural, ya que has cambiado de Jorge a George, como apareces en todos tus escritos.
En realidad, es Jordi, el único nombre por el que me conoce la familia. Mi lengua materna es el catalán, aunque eran los tiempos del general Franco y estaba prohibido hablarlo en las escuelas. Muy joven vine a la India. Aquí llevo 57 años y la fuerza de la vida me cambió a George de una manera natural. Debo confesar con sonrojo que ya la lengua en la que me siento más fluido es el inglés. No es la lengua de la calle: en ella hay que hablar el hindi, o bien alguna de las tantas lenguas del país, dependiendo del Estado donde vivamos.
En 1952 mi superior jesuita en Mumbai (Bombay) me invitó a hacer una maestría en sánscrito. Su intención era que pasara a integrar un equipo de jesuitas especializados en el diálogo intercultural. La palabra diálogo no era todavía popular, al menos en el universo teológico. Eran los tiempos de Pío XII, diez años antes del Vaticano II y doce antes de la Ecclesiam suam de Pablo VI.
El Espíritu Santo había estado preparando para una nueva era a la Iglesia, la que se encontraba en actitud defensiva a partir del Sílabo de errores del siglo XIX y la cruzada antimodernista de las décadas posteriores. Con todo, aun en la etapa cumbre del movimiento colonial, hubo algunas personas y grupos cristianos que, ante el encuentro de civilizaciones y religiones, comenzaron a asumir una nueva actitud hacia las otras culturas. En la India, un brahmin bengalí convertido al catolicismo se proclamaba “hindú por nacimiento y cultura y católico por renacimiento y fe”. Su nombre era Brahmabandhab Upadhyay. No era una idea original de él, puesto que ya había sido formulada dos décadas antes por su tío, el reverendo Kali Charan Banerjee, un converso a la Iglesia anglicana.
Upadhyay murió prematuramente en la cárcel, donde se encontraba acusado de sedición por el Gobierno británico de Calcuta. Este año celebramos el centenario de su muerte como prisionero de los ingleses. Dos años antes de su muerte, en el St Mary´s Theological College de Kurseong (predecesor de la Facultad de Vidyajoti de Delhi), se fundó la Indian Academy, con la finalidad de “adaptar la filosofía y la teología... a las necesidades y condiciones específicas de la India”. Una de sus tareas era la de estudiar desde el punto de vista católico “los diferentes credos no-cristianos del Imperio Indio: el de los animistas, budistas, hindúes, jainistas, judíos, musulmanes, parsis y sikhs. La Academia funcionó durante medio siglo y contribuyó realmente a crear un espíritu de apertura hacia las tradiciones religiosas de la India, aunque no se libró de recibir frecuentes advertencias y llamados a la prudencia y la ortodoxia. De nuevo, esta vez durante los años veinte del pasado siglo, un intrépido grupo de jesuitas belgas comenzó a publicar una revista dedicada al diálogo, The Light of East, que salió durante más de veinte años. Ayudó mucho para que los seminaristas y el clero de la India se prepararan a dialogar con otras religiones.
¿Es la India un país “fácil” para la apertura cultural?
Lo es, con excepción de algunos grupos fundamentalistas. El hindú tiende a ser liberal, deja ser y hacer. No practica el proselitismo, como tampoco lo tolera. Las nuevas orientaciones del Vaticano II no provocaron, por lo general, traumas ni sorpresas entre los católicos indios. No fueron vistas como un cambio radical de dirección, sino como una confirmación oficial del comportamiento que, en algún grado, la Iglesia india tenía y promovía ya desde algunos años antes. The Light of East tenía un sesgo claramente “misionero”, en el buen sentido del término. Su tono era respetuoso, no polémico; presentaba las otras religiones como inspiradas.
Estos jesuitas belgas se hacían eco de la tarea teológica emprendida por teólogos británicos, en especial la expuesta por el misionero escocés J.N. Farquhar en The Crown of Hinduism, trabajo publicado en 1913 y que representaba una desenfadada posición inclusiva, para utilizar una categoría moderna. Pocos teólogos utilizarían hoy día el mismo lenguaje. Con todo, fue entendida como realmente era: una exposición abierta, dialogante, humilde, incluso por más que firme, de las convicciones escatológicas propias de la tradición cristiana.
Siendo tan joven cuando llegaste a la India (¡y en esos tiempos!), ¿cómo fue tu encuentro, o desencuentro, con otras culturas tan distintas?
Todos los alumnos del departamento de sánscrito del St Xavier´s College de Mumbai, donde yo comencé a estudiar, eran hindúes. La mayoría estaba compuesta por muchachas jóvenes de familias acomodadas quienes, mientras esperaban que sus matrimonios fueran concertados, estaban interesadas en el estudio de las culturas nacionales y regionales. El profesorado también era hindú, a excepción del director del departamento, un español de mediana edad formado en Alemania y completamente fascinado por investigar los Rigvedas y el Mahabharata.
Los cursos que seguí durante cuatro años en el St Xavier, y luego en la universidad federal, fueron fascinantes. Fui conducido a través del intrincado sánscrito, tanto el védico como el clásico. Aprendí las distintas modalidades lógicas, las profundas especulaciones metafísicas y teológicas de los Upanishads y las distintas escuelas de los Vedanta. Descubrí el teatro de la India, su poesía florida, los manuales eróticos, los textos de crítica literaria, su literatura legal y política, incluido el ahora notorio Manu Smriti, así como los textos religiosos de la épica, entre los que se otorgaba un lugar especial al Bhagavad Gita. Descubrí, además, las especulaciones litúrgicas que contienen los Brahmanas, así como los primeros himnos religiosos que figuran en los Vedas, que eran cantados en la India antes de que Abrahán partiera desde Ur de los caldeos.
Mediante estos estudios de la antigua literatura, el arte y la cultura indios un nuevo mundo se abrió ante mí. Supe entonces que era, y sería siempre, un outsider en ese mundo, nunca sería en él un miembro pleno. Académicamente pasaba razonablemente bien, pero culturalmente yo era diferente. Me tomaría el esfuerzo, de por vida, de dialogar con mis colegas jesuitas indios y con los miembros de la comunidad hindú hasta que este mundo hiciera impacto en mí y me transformara.
Se comprende que no fuera nada fácil para ti. ¿De dónde sacaste fuerzas para ingresar con buen pie a ese nuevo universo cultural tan distinto, y todavía en aquella época preconciliar?
Los textos que estudiaba en las clases me ofrecían la visión de una antigua cultura. Con todo, mucho más excitante fue el descubrimiento de esa cultura vivida como una espiritualidad por mis compañeros de estudio y profesores en la comercial ciudad de Mumbai (Bombay). Quiero rendir aquí un especial homenaje a la memoria del profesor G. C. Jhala, un hombre mayor (murió hace más de treinta años), quien enseñó durante mucho tiempo en el College de esa universidad jesuita. En él pude ver la espiritualidad viviente del sthitaprajña, la persona de esa equilibrada sabiduría tan bien delineada en el segundo capítulo del Bhagavad Gita: la de quien renunció a cuantos deseos suelen dominar la mente; la que se ubica por encima de los pesares y deleites; la que está libre de toda codicia, enojo, ambición o temores; la persona de entera probidad y verdad.
El profesor Jhala se hallaba siempre al servicio de los estudiantes, del colegio y de muchas otras instituciones y movimientos de la ciudad. Año tras año se mostraba fiel a sus deberes como profesor en una institución donde no existían reales posibilidades de ser promovido. Era del todo evidente que el fundamento para esa integridad y su sereno servicio era la perspectiva espiritual de los Vedas, que él enseñaba con convicción y claridad de pensamiento. Era consciente de que, en definitiva, sólo Brahman, la Fuente, o Atman, Fundamento del Ser, es real. El mundo no merece ser tenido como real, mucho menos como objeto de nuestro definitivo compromiso. Debemos reservar todo el amor del que seamos capaces para buscar la Realidad última, el Atman. Ninguna otra cosa cuenta en realidad.
Ésta fue mi primera lección de un diálogo verdadero. Por decirlo así, tuve la experiencia directa de un ejemplo de vida espiritual cuyas raíces, no obstante, se encontraban en percepciones religiosas del todo diferentes a las que habían alimentado mi vida anterior cristiana y jesuítica. La verdad es que nuestra formación filosófica nos había enseñado a criticar tales percepciones y a desecharlas por hallarse al borde del panteísmo. Pero nuestro maestro, Jesús, nos había dejado una regla decisiva de discernimiento: “Por sus frutos los conocerán”. Esta regla hizo que contuviera mis críticas en silencio, pues los frutos eran excelentes, luego las raíces debían ser vigorosas y saludables. Frente al Espíritu que se revelaba en una persona de tal categoría –y el profesor Jhala era solamente una de las tantas que conocí–, mis críticas no encontraban palabras.
Las lecturas, mis compañeros jesuitas indios, los estudiantes e incluso mis superiores me harían seguir avanzando. Había comenzado por una admiración silenciosa y acabé deleitándome con esta tradición. Recuerdo a aquel excelente especialista en sánscrito y profesor de literatura comparada en la Universidad de Jadavpur, Calcuta, el P. Robert Antoine, el cual, siendo superior de la provincia jesuita de Calcuta, me dijo: “Mientras no experimentamos en nosotros mismos cuán atractivo es el monismo, no podemos comprender ni entablar un diálogo con el hinduismo”.
La primera lección podría explicarse en los términos de la tradición tomista que había nutrido mis primeros años de jesuita: todo conocimiento está condicionado por aquel que conoce, por lo que no logra llegar hasta el corazón del Misterio. Me agrada decirlo con las palabras de la Taittiríya Upanishad:
“Palabras y entendimiento regresan de su encuentro con las manos vacías.
Sólo degustando a Brahma podemos superar todo temor”.
Hablando con sinceridad, ¿no sentiste que estos estudios y lecturas te provocaban una crisis?
Mi herencia genética no me hace especialmente propenso a torturas mentales o psíquicas. La psicología filosófica me enseñó la diferencia existente entre conocer a una persona y conocer acerca de una persona. Pero, efectivamente, esa insistencia tan de la India por experimentar e ir más allá de las palabras, ¿era un llamado para que no buscara yo mi seguridad en la ortodoxia doctrinal?, ¿me estaba llamando el hinduísmo a conocer a Brahma, el Absoluto, más allá de las formulaciones teológicas?
Es cierto que la espiritualidad del profesor Jhala, al parecer, no dejaba espacio alguno para el papel que Jesucristo representaba en mi vida. Estaba centrada en la eterna inmutable Realidad. ¿Acaso había allí lugar para alguna manifestación histórica ulterior de importancia? ¿Jesucristo o los Upanishads? ¿Es que podía acaso yo, cristiano, relegar la historia al reino de lo ilusorio o, si se quiere, lo mítico vaciándola de toda densidad metafísica? Los Upanishads y la tradición india cuestionaban seriamente la teología cristiana. ¿Cuál era el verdadero centro del cristianismo: el misterio pascual o la Trinidad? ¿Qué relación tenía la humanidad de Jesús con el misterio de la Trinidad? ¿Qué tenía que hacer la danza de la perijóresis al interior de la Trinidad? ¿Podía esto conciliarse con aquello de que el Padre es la Fuente?
¿Y por dónde hallaste las respuestas a tantas preguntas?
Alguna ayuda para aclarar mis ideas sobre estos asuntos –¡al cartesianismo le cuesta morir!– me vino desde un lugar inesperado, el célebre obispo John Robinson, quien en 1978 dio una serie de conferencias en Delhi que más tarde se publicarían bajo el nombre de Truth is two eyed (algo así como “La verdad ha de mirarse con ambos ojos”). Allí Robinson dice que una visión es saludable cuando recoge percepciones complementarias. Todos tenemos dos ojos, pero solemos usar sólo uno de ellos, ya sea el izquierdo o el derecho. El cuadro que nos entrega nuestro ojo preferido ha de completarse con los datos que el otro ojo nos proporcione. El proceso por el cual se unifican ambas visiones es algo que permanece escondido en la profundidad del preconsciente. La visión saludablemente completa abarca una totalidad de la que carece la visión de un solo ojo. Por supuesto que podemos escoger mirar la realidad con un solo ojo. Podemos usar sólo el ojo “occidental” y, así, hacer énfasis en lo personal, lo histórico, lo dual, lo contingente como el único lugar en el que podemos situamos como creaturas y desde el cual podemos ver a Dios. O bien podemos ser “oriente-visores” y observarlo todo desde un aspecto monístico, sub specie aeternitatis, en forma de visión cuasi-divina: desde ese pináculo nos veremos a nosotros mismos y el mundo como expresiones de Dios (aunque nos pensemos erróneamente como autónomos).
Quienquiera que seamos –hindú, budista, cristiano o lo que sea–, Robinson nos sugiere la conveniencia de usar ambos ojos. Por supuesto que nuestra cultura de origen o nuestra fe nos llevará a hacer una elección, la que nos proporciona nuestro ojo preferido, pero necesitamos ambos ojos si deseamos obtener una percepción completa. Ver con un solo ojo resulta peligrosamente monótono, esconde la perspectiva de las distancias, nos vuelve proclives al error y a sufrir accidentes. Si hemos sido educados exclusivamente en una cultura, somos de hecho ciegos de un ojo, y conviene que pidamos prestado el otro ojo a otras culturas. He aquí la función que cumple el diálogo.
Has sido siempre y sigues siendo, como intelectual, un activo productor: no sólo dictas continuamente conferencias y das clases; también eres un escritor prolífico. Algo hemos leído en tus escritos sobre el valor que atribuyes a los símbolos. Háblanos más de esto, por favor.
Quienes hemos tenido la fortuna de haber vivido por largo tiempo en la India nos hemos visto envueltos por un universo rico en símbolos al que respondemos de muy diferentes maneras a las usuales de los estudiosos de las religiones cuando leen sus libros de texto.
Es algo que me quedó claro cuando, hace algunos años, varios amigos de un compañero jesuita procedentes del Occidente nos visitaron en Kurseong durante la semana de los festivales en honor de la diosa Durga, que tienen lugar en el hermoso mes de octubre. Se me ocurrió entonces que les gustaría disfrutar de un paseo y ver los puestos que se estaban instalando para esas fiestas de la diosa de Bengala. Para mi sorpresa, no bien ingresaron a uno de los locales dispuestos para el culto, algunos se negaron a seguir adelante y retrocedieron. Instintivamente, rechazaban los símbolos de esta divinidad tan querida para los bengalíes. La terrible Durga, montada sobre un tigre, con su oscura melena flotando al aire, sus diez brazos portando armas propias de la deidad y su lanza dispuesta para ser hincada en la cabeza del malvado Mahisa, representa para los devotos del lugar una visión de la gloria divina. Para mí resultaba la expresión fascinante de un antiguo mito popular, pero para nuestros visitantes esos símbolos eran algo terrible y diabólico. Sólo Dios sabe qué formación religiosa se esconde tras esa reacción. No pude, por supuesto, condenarla ni tampoco intenté convencerlos de que lo correcto era ingresar y ver. Era evidente que no estaban listos para participar del símbolo.
Recordé entonces que el trisul o tridente, tan común para los fieles devotos de Siva, era lo que en mi infancia yo colocaba en manos del diablo. Me pregunté sobre mi reacción subconsciente ante el-los sadhus de la India armados de ese gran tenedor, el cual puede verse también en los pináculos de algunos templos. Satanás lo heredó del dios griego Neptuno, lo que no puede sorprender, pues tuvo su origen en el mundo sivaíta de la India. Un solo símbolo y diversos significados. Tal vez esos símbolos apunten en una sola dirección hasta compartir lo mismo; no algo intelectual centrado en una doctrina, sino referente al corazón, a las emociones. ¿Podemos, hasta un cierto grado, ver los símbolos con los ojos del otro?
Una curiosidad. En los templos hindúes se ve por todas partes la famosa cruz gamada que para los europeos es símbolo inolvidable de los nazis. ¿Qué significa ese símbolo para un hindú?
Es un símbolo no sólo pre-nazi sino tambien pre-cristiano. Lo usan mucho los jainistas, pero tambien todas las religiones de la India. Su nombre sanskrit, exportado a Europa, es svastika, palabra derivada de su (“bueno”, “bien”, correspondiente al griego eu, que encontramos en la palabra ev-angelio) y el verbo asti que, como el griego y el latino est, quiere decir “es.” Svastika o swastika es la famosa cruz gamada, que fue en realidad símbolo del bien-estar, la felicidad, la salvación. En la India es aún una expresión viviente en su autentico significado cultural y religioso. ¿Lo hemos de rechazar porque algunos alemanes le dieran un significado muy distinto en el siglo XX? ¿Te atreverías a ponerlo en la puerta de un sagrario?
Por lo que nos dices, creo que más interesante que comprender un símbolo es llegar a sentirlo y compenetrarse con él, ¿no es así?
Compartir los símbolos requiere algo más que capacidad para verlos como expresiones artísticas que encierran un sentido en su propio contexto. Muchos de nosotros hemos admirado, por ejemplo, en algún museo una reproducción del magnífico Nataraja, el gran dios Siva que danza gracias a su divino dinamismo de amor y causa así la creación, destrucción y salvación del mundo. Posiblemente hemos quedado extasiados durante algunos instantes ante esa expresión del divino misterio. Si hemos sido educados en el estudio, y más aún en el diálogo, podremos darnos cuenta de lo que estos símbolos representan para los hindúes.
Pero, ¿podemos ir más allá y compartir de veras los símbolos? Los antropólogos nos dicen que los símbolos suponen una pertenencia integral: no pueden ser traspasados de una a otra cultura. Los teólogos llaman despreciativamente a esta acción sincretismo. También los antropólogos la condenan como un imperialismo cultural. Los símbolos pertenecen a las culturas. Deben ser respetados.
Todo esto es verdad. Pero, del mismo modo, hay símbolos que parecen universales (agua, alimento, sexo...), por lo que ninguna religión o cultura puede reclamar su propiedad. Con todo, como ha dicho John Donne, nadie es una isla ni hay comunidad que lo sea. Nos pertenecemos mutuamente y, por tanto, compartimos. Veamos, por ejemplo, la historia de ese signo indio Om (o Aum). Es un símbolo fonético que impregna todo en la India. Es el principal símbolo distintivo del hinduismo, pero se halla también en el budismo (al menos, en su forma tibetana), en el jainismo y también en el sikhismo, cuyas escrituras, el Granth Sahib, comienzan con Ik omkar, a veces traducido como “Dios es único”. Om es en realidad un símbolo pan-índico. Tiene muchos significados; o, mejor dicho, no “significa” nada específicamente, más bien “sugiere” conforme sea el contexto.
¿Es oportuno en el cristianismo el uso del Om para simbolizar a Dios, o más específicamente la palabra de Dios, ya que Om simboliza el sabda-brahman, la “revelación”? El asunto es delicado, puesto que su uso por parte de los cristianos puede verse como un caso de usurpación imperial. Con todo, podría entenderse como una auténtica inculturación de los cristianos indios que reclaman compartir el universo simbólico de su propia cultura. Mientras los teólogos discutían este asunto, algunas mujeres religiosas ya tuvieron la intuición y el valor de adelantarse y comenzaron a entonar y cantar Om en sus liturgias. Luego se comenzó a ponerlo, con o sin la cruz, como membrete en los papeles impresos. Hubo artistas, como Jyoti Sahi, que lo incorporaron en los trabajos donde trataba temas cristianos. El Om comenzó a parecer en nuestros templos, en las puertas de algunos sagrarios y, más oportunamente, en ambones desde donde la Palabra es leída y predicada.
¿Se puede impunemente trasladar un símbolo de una a otra cultura?
Algunos tildaron estas acciones de vandálicas. Dicen que los símbolos pertenecen a las comunidades que los crearon y están sujetos a las leyes sobre la propiedad privada. Pero, ¿es de veras así? ¿No cabe argumentar que pensar de este modo no es sino un reflejo de la cultura capitalista, como si incluso los dioses pudieran ser poseídos de forma privada? ¿No es la reacción de un hinduísmo infectado por la patología judeocristiana y que, por consiguiente, hace reclamos de lo que considera ser su propiedad? Son muchos los que ven la extensión del símbolo a otras comunidades como el resultado deseable de un diálogo en profundidad. Como el aire, el pan y el agua, los símbolos son compartidos.
Pero, atención, los símbolos no son monedas de valor específico que pueden ser cambiadas por otras de acuerdo a su cotización en el mercado. Los símbolos vienen acompañados, llevan consigo todo un universo hecho de costumbres, percepciones, intuiciones místicas, maneras de relacionarse con lo divino, todas ellas derivadas de sus orígenes. Compartir símbolos significa compartir también experiencias religiosas, mirar lo divino con un ojo diferente. Hay quienes se sienten a gusto con este proceso que, para otros, resulta enervante, mortal. Él exige con frecuencia una renuncia ascética a las cosas que nos proporcionan seguridad. Mis colegas me enseñaron a mirar el templo, el gurdwara, la mezquita, los grandes tirthas (centros de peregrinación) como lugares para el culto y la meditación, no como atracciones turísticas. Son lugares que vibran con siglos de bhakti, de amor, de devoción, tapas (penitencia), fe, confianza y oración. En ellos traspasamos las fronteras, experimentamos el límite, compartimos una espiritualidad diferente que no comprendemos del todo. Pero, llegados a ese nivel, la comprensión tiene menos importancia. Lo que importa es comulgar en silencio. El símbolo es sólo un sacramento, una puerta para acceder a otro mundo espiritual.
Tú eres jesuita. Es conocida la figura histórica de los jesuitas italianos Mateo Ricci, que llegó a ser un auténtico mandarín chino, y de Nobili, convertido en brahman. ¿Se perdió esta tradición?
Uno de los testimonios más extraordinarios de este diálogo de experiencia religiosa es el diario espiritual del benedictino francés Swami Abhishiktananda (Henri Le Saux). Llegó a la India en 1948, se hizo un “monje hindú” e ingresó en profundidad al mundo simbólico y espiritual del hinduismo. Su final samadhi, su paso a la eternidad, fue en 1973. Una selección de su diario personal fue publicada en Francia en 1986 con el título La montée au fond du coeur y, posteriormente, en la India en 1998 (Ascent to the Depth of the Heart. The Spiritual Diary of Swami Abhishiktananda, Dom Henri Lesaux). Ninguna de estas versiones, en mi opinión, ha recibido mucha atención. No obstante, hay bastantes grupos inspirados por esta figura pionera, e incluso una sociedad Abishiktananda en Delhi que se siente responsable de mantener vivo el testimonio de “Swamiji”.
Los escritos de Swami Abishiktananda lo muestran como un buscador que vivía simultáneamente en dos mundos. La suya no era una vida fácil. Además de la pobreza y austeridad que había abrazado, se sentía con frecuencia torturado por la tensión entre la fe que había heredado en su nativa Bretaña y la experiencia espiritual que descubriera en la India. En su diario exclamaba: “La experiencia de los Upanishads es verdadera. ¡Yo lo sé!”. Conversé una vez durante horas con este sannyasi-monje, escuché de él los relatos sobre su vida y experiencias y le hice incluso mi propia confesión. Uno no podía sino quedar impactado por la autenticidad e integridad de su compromiso cristiano y la sinceridad con que compartía el mundo espiritual de las Upanishads. Con todo, las reflexiones de su diario le dejan a uno con frecuencia confundido. Él se expresa con desdén con respecto a muchas prácticas y formulaciones de la fe cristiana, como arremete igualmente contra ciertas pretensiones védicas. Con todo, en el fondo de sus críticas hay una profunda devoción a Jesucristo y un gran amor hacia Él. Sostuvo hasta el final la eucaristía, la Trinidad de Dios y la fidelidad a la Iglesia que le había introducido en el Misterio. Al mismo tiempo, estaba también convencido de que, al abrazar el mundo espiritual hindú, había “descubierto el santo Grial”. Había descubierto que Dios y el Cristo que buscamos fuera de nosotros mismos ha de ser experimentado de hecho en nuestro interior, en las raíces de nuestra existencia, cuando decimos con sinceridad, como Jesús, “yo soy”.
Su discípulo Sara Grant registró uno de sus dichos. Según éste, no es la cuestión si uno está en lo cierto o dónde se halla lo verdadero o lo falso, sino aceptar ambos credos y permitirles que vivan simultáneamente en el corazón, por más que al parecer se contradigan entre sí. La vía para el diálogo, la que permite ser hoy cristiano consiste en abrazar las diferentes religiones en toda su tensión, sin juzgarlas, sabiendo que se encuentran de alguna manera en el infinito, en el “Misterio inefable”, según expresión de Grant, la cual tiene tal vez su mejor traducción en el vocablo indio Brahman.
No hace falta tener mucha imaginación para darse cuenta de la tensión psicológica –¿con algún riesgo de esquizofrenia?– que supone vivir así.
Vivir en dos mundos no es nada cómodo; con frecuencia produce temor, pues amenaza nuestras seguridades religiosas. Las llamadas al diálogo representan, a mi entender, un eco del llamado que un día hizo Jesús a los pescadores de Galilea: “Remen mar adentro”. Esta frase del evangelio de Lucas se hallaba inscrita en lo alto de mi alma mater de Mumbai, St Xavier´s College. He tenido dos ayudas que me han facilitado la respuesta a este llamado. La primera, la comunidad cristiana de la India que, con sus animadores imbuidos de una teología viviente, ha realizado este diálogo a través de los siglos de forma silenciosa y natural y apoyó toda iniciativa que siguiera esa dirección. La segunda, la regla de juicio propuesta por Jesús –”por sus frutos los conocerán”–, que me ha dado la capacidad para saber encontrar la santidad y profunda sabiduría en las personas que profesan otros credos. El diálogo espiritual es un asunto de confianza: confianza en Dios que nos llama, confianza en la comunidad cristiana de la India que vive ese llamado y confianza en el Espíritu, cuya creatividad es inagotable.
En conversaciones habidas con el entrevistado, tuvimos oportunidad de recoger algunos datos que –hemos pensado– serán de gran interés para el lector que sepa interpretarlos. Los católicos (por elección...) en la India alcanzan ya el número de 20 millones. Son atendidos por unos 23,150 sacerdotes y 160 obispos, sin contar auxiliares y eméritos. Jordi nos dijo que los jesuitas son 4,067, según datos del pasado mes de octubre; es decir, conforman casi la cuarta parte de todos los jesuitas que hay ahora en el mundo. Hay siete personas de la India beatificadas, además de la albanesa madre Teresa (todas beatificadas en los últimos veinte años), y una canonizada en el siglo XVI, Gonzalo García, el cual murió martirizado en el Japón. Son datos que, bien pensados, guardan mucha relación con el tema de la entrevista.